"Salomé.
Yo tenía siete años cuando Salomé llegó a casa. Mi abuela había fallecido hacía poco, y su llegada nos devolvió la vida.
Apareció, correteando, moviendo la cola, con su lomo marrón y blanco y sus ojitos café. Una señora estaba regalando cachorros, y mi hermanito le había pedido a mi mamá que nos dejara tener uno. Entraron a la casa de la señora y Salomé fue la primera que le hizo una fiesta a Emmanuel. Así la eligió.
Hicimos una votación para designarle un nombre, y mi mamá vetó las leyes democráticas: “Se va a llamar Salomé, como la que le cortó la cabeza a Juan Bautista”. “No, no se va a llamar así, qué horrible”. “Sí, se va a llamar así”. “No, pongámosle Rocky”. “Ay, no Daniel, Rocky es de hombre”. “Bueno, entonces Tomi Roca”. “¿Sos tarado?”. “Hija, no digas malas palabras. La perrita ya está acostumbrada a que la llamen así. Si le cambiamos el nombre, no va a entender”. Yo me crucé de brazos. “Bueno, si es por ella, entonces sí. Que se llame Salomé”.
Los primeros días Salo no comió. Lloraba todo el día. Mi mamá nos explicó que era porque extrañaba a su familia. Yo me puse triste y pensé que por suerte no tenía que extrañar también su nombre. Mi hermano Daniel insistió varias veces llamándola Rocky. Salo no le dio bola. Entonces, empezó a llamarla Tiki. Y ese sí le gustó. La Tiki jugaba a todo.
Le encantaba correr la pelota de tenis, y hacernos reír dándose la trompa con la puerta de calle por no tener la precisión de frenar a tiempo su búsqueda. Emma y yo la enloquecíamos. Nos metíamos en su cucha y no la dejábamos entrar. La subíamos a la patineta, a la hamaca, a la cama. La asustábamos con maullidos, la mordíamos, la despeinábamos.
Y ella no protestaba. Ponía cara de tedio, pero no protestaba. Ni un tarascón. Apenas unos gruñidos.
Era muy graciosa Salomé. Se hacía pis de la alegría cuando venían visitas. Te rompía libros y después la veías caminando con un pedazo de hoja colgando de los dientes. Se corría la cola decenas de veces al día. Se la atrapaba y volvía a corrérsela. Si viajabas con ella en auto, se ocupaba todo el asiento despatarrándose. Lo mismo si dormía con vos. Una vez encontramos el patio lleno de soretes de colores... Se había comido mis crayones.
Salomé creció con nosotros. Estuvo en cada momento grandioso y en cada momento terrorífico. Cuando tenía días de malhumor, verla me cambiaba la energía. Primero la echaba. Y después me iba arrepentida a buscarla, a pedirle que jugara conmigo. Cuando llegaba de bailar, caminaba hasta su cucha y me sentaba al lado de ella. Le contaba mi noche con detalles. Ella me miraba con los ojitos dormidos, apoyando su cabeza en mi pierna. Yo le decía: “Me entendés vos, ¿no?”. Y me auto respondía: “Claro que me entendés, si sos una viva. Entendés todo”. Si se dormía en medio de mi relato, me molestaba. Porque le pedía todo a la pobre Salomé. Que fuera amiga, hermana, madre, hija, confidente y mascota.
Le gustaba comerse las cenizas de cigarrillo y la yerba del mate. Le tenía pánico a la lluvia y a los cohetes. La odié cuando destrozó mi soga de saltar. La amé cada vez que durmió una siesta conmigo. Una vez se escapó y la corrí tres cuadras a las puteadas. No le gustaba que la bañaran, le encantaban las caricias en la panza. Tuvo un embarazo psicológico. Una vez quisimos que tuviera cría con un caniche. El caniche le metió el pito en el ojo. Nosotros nos reímos, ella estuvo enojada varios días.
Adoraba la playa y acostarse al sol. Cuando no la dejabas entrar a la cocina, se metía por la ventana. Una vez se tiró un
pedo en la cara de mi mejor amiga. Mi mejor amiga la bautizó “Perra pedorra”. No jugaba con otros perros. Caminaba apurada, por eso Daniel le había puesto Tiki. Sus pasitos hacían tiki, tiki, tiki. El mar y los gatos le daban miedo. Cuando mi vieja nos retaba, se escondía abajo de la mesa. Le gustaba enterrar huesos en las macetas. Se limaba las uñas atrás del sillón. Se desesperaba por el pollo, el bizcochuelo de vainilla y el asado. No comía pizza ni salchichas. Escatimaba los besos, te los daba cuando quería. Odiaba que le sacaras fotos. Cuando le cortábamos el pelo, no salía de la cucha. Sólo hacía pis en la mitad de la calle. Los autos nos tocaban bocina, y ella los miraba con cara de “No me apures, estoy haciendo algo importante”.
Nos mudamos a un departamento y no quiso jugar más. Mi mamá decía que estaba deprimida, como ella, por el encierro. Le empezó a fallar el hígado y no pudo comer más “comida humana”. Estuvimos semanas dándole alimento canino envuelto en queso, porque solo no lo probaba. Discutí con mi vieja porque para mí era injusto darle de comer algo que no le gustara. Ella me respondió que eso comían todos los perros y que Salomé se iba a acostumbrar. Insistí y me retrucó: No puede ser tan feo. Entonces agarré la bolsa de alimento, y me metí cinco piedras de carne en la boca. Fue lo más horrible que comí en la vida, y eso que existe el mondongo. Mi vieja me gritó “¡Escupí eso, Magalí!”. Le dije: “¿Viste que es un asco?”. Y ella respondió: “No me hables ahora que tenés un aliento de mierda”.
Le volvimos a dar comida humana. El hígado volvió a fallar, y Salomé no tuvo más remedio que acostumbrarse a ese patético sabor del alimento balanceado. Cuando cumplió catorce años, nos mudamos a una casa y Salo cambió. Se volvió, en contra de los pronósticos de la edad, una perra más feliz e inquieta. Se la pasaba caminando de un lado a otro, saltando, buscando otra vez la pelota de tenis por los rincones. También empezó a hacer cosas raras, como esconderse atrás de una planta y pasar horas ahí, mirando la pared. Yo empecé a pensar que tenía una especie de Alzheimer. Pero nunca le hicimos estudios. La veíamos más viva que siempre.
Una noche, mientras yo estaba estudiando Stand up en Palermo, me llamó mi hermano Daniel. “Vení que le pasó algo a
Salo”. “¿Cómo que le pasó algo a Salo?”. “Tuvo un ataque”. “¿Un ataque de qué?”. “No sé, vení, está muy mal”. Dejé la clase y me fui a mi casa volando. Tenía miedo de que hubiera fallecido mientras yo estaba en el colectivo. “Por qué no me tomé un taxi, la puta que me re parió. Me tendría que haber tomado un taxi, soy una forra. Me muero si se murió”.
Cuando llegué, mi familia estaba sentada en la escalera alrededor de Salomé, que tendida en el suelo lloraba bajito y
respiraba muy fuerte. “¿Qué le pasó?”. “No sabemos, se cayó de golpe, y no se levantó más”. “¿Llamaron al veterinario?”. “Sí, vino y dijo que no la movamos. Mañana la llevamos a primera hora”. Salomé se vomitó encima toda la noche. Tenía un olor que daba arcadas. Mi familia se quedó hasta que se hizo de madrugada. Yo me acosté al lado de ella, y vi salir el sol por la ventana del patio. Intentó levantarse varias veces. No pudo. Se hizo pis encima y no se movió. La sequé como pude y le hablé como le hablaba esas noches en las que ella era una cachorra y yo una adolescente. Salo no se durmió. Y a mí me dio tanta angustia que no se durmiera.
A la mañana, intentó levantarse por décima vez y lo logró. Se llevó puestas todas las paredes. Había quedado ciega. No se me borra todavía de la cabeza cómo deambulaba de un lado a otro, perdida, sin fuerzas. Pasó todo el día así. Le pedí a mi papá que la sacrifique. Él se puso a llorar y me dijo que teníamos que esperar, que quizás mejoraba. Yo lloré con él. Y le dije: “Un día más. Esperamos un día más”. “Pero yo no quiero que se vaya, Maga”. “Y yo no quiero que sufra, papá”. Cuando volví de la facultad la habían sacrificado. El veterinario dijo que fue un tumor. Tenía 16 años.
Emmanuel no habló por días. Mi mamá tiró las cenizas en el jardín. Daniel dejó de venir un tiempo a casa. Mi papá lloró semanas. Yo le dije al psicólogo que sentía que se había muerto mi hermana. A veces cuando voy a visitar a mis papás, abro la puerta, y espero que Salo venga corriendo a recibirme. Yo sé que no va a volver, pero de vez en cuando me olvido. Es imposible no olvidarme. Cuando me acuerdo, me quedo parada mirando la escalera. No es tan linda la vida sin vos, Tiki. Hooola. Hoooola. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás, linda? Acá estás. ¡Hola hermosa! Vení. No corras, culona, que rayás el suelo con las patitas. Vení. Hooola, mi amor. ¿Vamos a comer algo rico? Sí, dale. No le cuentes a la vieja que me mata. ¿Vamos a comer pollito? ¡Ehh, cómo movés la colita por un pollito! Sos el amor de mi vida. Sabías eso vos, ¿no? Sos el amor de mi vida. Ni bola me das, querés el pollo. Vení, hermosa, tomá. Ay, no me muerdas la mano, bestia. Despacito. Ahí está. ¿Está rico? Masticá que te vas a atragantar, pipu. Ahí va. ¿Me acompañás a prender la tele? Si me acompañás, te doy un poco de papas. Pero mirá qué fácil que sos. Te amo. ¿Vos me amás? No, vos querés las papas, trucha. Qué linda que sos. Vos sí que sos linda en serio.
Extracto del libro Arde la vida.
Magalí Tajes Parga.